La vegetación de Chiang Mai me gustó tanto que decidí volver allí y visitar más zonas selváticas. Aconsejado por el dueño de la Guest house Teak & Peak, un francés encantador que se casó con una Thai y montaron este negocio, me dirigí donde un guía local
que hacía un tipo de rutas en moto algo diferentes. La “empresa” (su casa) se llamaba Something Diferrent Tours. Hacía honor a su nombre ya que las motos sí que eran diferentes. En otros sitios que pregunté me salía bastante caro hacer rutas en moto y aunque las motos eran de cross, el precio por 3 días me parecía excesivo. El caso es que este tío me hacía un precio 3 veces menor, me decía que íbamos a hacer lo mismo, pero que las motos eran diferentes. Y si que lo eran, eran scooters de 125 con marchas, pero tuneadas para el monte, con ruedas de tacos, suspensiones modificadas, guardabarros,…
Eran muy divertidas y me encantaron. Total que me decidí por él, que parecía majísimo y por las motos peculiares. Me comentó que no tenía a ningún cliente más, así que si no me importaba, iríamos los dos solos sin incremento de precio (cosa que con los otros si no éramos 4 no salíamos).
Total que mi comienzo en solitario no pudo empezar de mejor manera, resultó siendo esta excursión uno de los mejores recuerdos que conservo de Tailandia. Como solo estaba conmigo, me dijo que si quería, me llevaba a dormir a una aldea de la tribu de los Karen que encontró en una de sus incursiones en la selva para abrir nuevas rutas. Una de las razones por las que me gusta visitar otros países es por conocer culturas y gentes diferentes y este tipo me estaba proponiendo vivir con ellos de cerca y no como en esas típicas excursiones que está todo más que preparadísimo, de modo que acepté gratamente dicha oferta.
Para ello fuimos a un mercado a comprar víveres y algún presente para los más pequeños, ya que viven de lo que la selva les proporciona y del arroz que cosechan. Una vez aprovisionados nos adentramos por frondosos parajes durante dos días, cruzando ríos sobre troncos, visitando cascadas y sobre todo empujando las motos porque no paró en 4 días de llover ya que nos pillo un monzón.
.La tarde del segundo día tras empujar durante una hora las motos por una empinada “senda” (por llamarlo de alguna manera) porque yo no intuía camino alguno, llegamos finalmente a un claro del bosque en lo alto de una loma, donde asomaban dos txabolas de maderos y hojas, rodeadas de unos plataneros. Por fin estábamos en el poblado de aquella tribu de la que tan bien me hablaba! Se encontraba en un lugar idílico, en lo alto de una de las laderas de un valle frondoso de altos árboles y exuberante vegetación, donde unas nubes bajas blanquecinas hacían mas fresca y misteriosa la tarde.
Lo que más me llamó la atención era que no se trataba de un poblado, como yo me lo había imaginado, sino que tan sólo era una familia de 8 personas (los abuelos, su hijo y la mujer y sus 4 nietos). Se trataba de una familia de la tribu de los Karen que emigraron de Laos a Tailandia. No sabían nada más que el idioma propio de esa tribu, no conocían ni el Tailandés, pero gracias a que mi guía sabía el idioma me podían preguntar cosas.
Vivían íntegramente del campo y sus cosechas de arroz y jamás iban a otros pueblos, tan solo se relacionaban de vez en cuando con gente de otros asentamientos para intercambiar productos, utensilios,…
La verdad es que fue una experiencia corta pero muy enriquecedora, poder ver como se puede vivir de la naturaleza, sin electricidad, agua corriente, ni cualquier otra de las miles de comodidades básicas de las que disponemos nosotros. Maravilloso era apreciar, lo conectados que están a la naturaleza, cómo la saben escuchar, entender y observar. He de confesar que una de las mejores comidas que probé en todo Tailandia fue la cena que preparó la abuela, prácticamente a oscuras con tan solo la luz de las brasas del fuego.
No sabría decir que es lo que comí pero me supo a gloria, además de la mágica velada que pasé junto a ellos, a la luz del fuego bajo una noche lluviosa y llena de vida nocturna. Los numerosos ruidos que venían de la selva parecían estar dentro de la txabola compartiendo la noche con nosotros.
Caí en un placido y tranquilo sueño sin darme cuenta, escuchando ese idioma del que no entendía nada pero que sonaba tan calido en aquel suelo de cañas de bambú, rodeado de sacos de arroz de la cosecha anterior y bajo un techo de hojas, que meticulosamente puestas, no permitían el paso de ni una sola gota de agua.
Un rico aroma me despertó a la mañana siguiente y al abrir los ojos pude ver cómo frente a mi, había un suculento manjar de plátanos, mangos y piñas recién cortaditos, acompañados de un plato del que solo distinguía el huevo entre todos los ingredientes de los que contaba. Todo ello acompañado con un té calentito que me activó para poder afrontar la amarga despedida, pues a pesar de haber pasado tan solo una tarde-noche con ellos me dio una pena tremenda marcharme de aquel sitio.
Les prometí que cuando tuviera novia les haría una visita, pues no entendían cómo un chico de 26 años no tuviera ya mujer e hijos. Me dijeron que les haría mucha ilusión volver a verme con una mujer a mi lado, así que este año cumpliré mi promesa.
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